Economía. Teoría y Práctica • Nueva Época, número 46, enero-junio 2017,
pp. 195-226, http://dx.doi.org/10.24275/ETYPUAM/NE/462017/HernandezLopez
Mario Humberto Hernández López**
Este trabajo contribuye a la discusión sobre las variedades de capitalismo con la intención de aportar elementos al debate teórico sobre el desarrollo económico de América Latina y las modalidades nacionales seguidas a partir de sus trayectorias históricas. Se subraya la necesidad de identificar las dimensiones institucionales que explican la modulación del capitalismo en cada espacio nacional, con el objetivo de rebasar las posturas tradicionales que enfatizan la autonomía del mercado o, por otro lado, reclaman la rectoría estatal. Para escapar a esa dicotomía se requiere advertir las diferencias institucionales en aras de rebasar la mera transposición de estrategias empresariales y políticas de desarrollo, funcionales en otros entornos, tanto de países desarrollados, como de países emergentes, lo que demanda adentrarse en las peculiaridades institucionales de la región y examinar críticamente su trayectoria institucional.
Palabras clave: Desarrollo económico, América Latina, instituciones, variedades de capitalismo, trayectoria histórica, países en desarrollo.
Clasificación jel: O54, 057, P16, P51
This article contributes to the discussion of varieties of capitalism, with the aim of adding new elements to the theoretical debate on economic development in Latin America and the national modalities of development followed from their historical paths. It emphasizes the need to identify the institutional dimensions which explain the modulation of capitalism in each national space, to go beyond traditional positions which emphasize the autonomy of the market or, on the other hand, claim state stewardship. We need to be alert to institutional differences in order to escape this dichotomy and the simple transposition of business strategies and policies of development, functional in other environments, in both developed and emerging countries. This requires us to expand our knowledge of the institutional peculiarities of the region and critically examine their institutional trajectory.
Keywords: Economic development, Latin America, institutions, varieties of capitalism, historical trajectory, developing countries.
jel classification: O54, 057, P16, P51
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* Fecha de recepción: 16/04/2015. Fecha de aprobación: 10/11/2016.
** Universidad Nacional Autónoma de México. Correo: mhhernandez@fca.unam.mx.
ORCID: 0000-0002-5084-8718
Este es un producto del proyecto “Matriz institucional, gobernanza corporativa e innovación: cinco países tardíos en perspectiva comparada”, auspiciado por la UNAM-DGAPA PAPIIT IA300715.
Tras el desmantelamiento del llamado “socialismo realmente existente” prevaleció la idea de que el capitalismo resultaba el único modo capaz de articular las relaciones de la producción con las de la organización social y política; al menos esa es la visión que se impuso desde el mainstream de las ciencias sociales. De súbito, la geografía política-económica definida en países primermundistas o capitalistas y socialistas, que dejó al resto en el conjunto del “tercer mundo”, quedó desvanecida ante la hegemonía del capitalismo y en paralelo se sostuvo la integración de todos los espacios en la supuesta “aldea global”.
Sin embargo, en pleno frenesí por el “triunfo” histórico del capitalismo sobre el socialismo, a mediados de los años noventa del siglo pasado, severas crisis en diferentes países periféricos o subdesarrollados lanzaron señales de que la euforia capitalista estaba rebasando los contornos institucionales de la regulación ante la apetencia por la valorización, particularmente en la esfera financiera. Lo anterior ya evidenciaba que el libre movimiento del capital, amparado en el discurso del libre mercado y la globalización para sobrepasar cualquier frontera, tanto geográfica como legal, minaba las bases productivas al preponderar la rentabilidad de corto plazo más que el financiamiento a la creación de riqueza real. Las consecuencias de esa extrema liberalización y frenética avaricia, animada por las reformas tendientes a la apertura, la desregulación y la privatización, desembocaron en la gran crisis global de finales de la década anterior; esa crisis golpeó al epicentro del capitalismo: Estados Unidos, y a la par postró a Europa, sin que su parte más atrasada haya logrado una recuperación definitiva, y finalmente sus consecuencias no se hicieron esperar en prácticamente todo el mundo.
Dentro de esa problemática, la crítica se centra por lo general en las falencias del capitalismo como sistema. Si bien el capitalismo tiene en efecto una dimensión sistémica que se manifiesta en sus características esenciales por doquier, es importante reconocer que no es un sistema uniforme ni cerrado, sino que es más bien dinámico, complejo, asimétrico y contradictorio; por ende, se manifiesta con peculiaridades significativas en diferentes regiones, por lo que pueden identificarse distintas modalidades nacionales que parecen descansar en los marcos institucionales que cada país tiene. Lo anterior implica cuestionar las estrecheces de la teoría económica convencional que asume la existencia de “leyes generales”, supuestamente conducentes a un comportamiento homogéneo de los espacios nacionales, en tanto que economías de mercado, así como a su convergencia en el crecimiento.
Diversas experiencias a lo largo de la historia del capitalismo presentan evidencia de que el crecimiento sostenido, y ulteriormente el desarrollo, no se han desatado como un brote espontáneo de las fuerzas del libre mercado; por el contrario, en aquellas experiencias de industrialización tardía, y más aún en los de industrialización “muy tardía”,1 puede identificarse la coordinación estatal como un rasgo central para la articulación de los intereses y voluntades de los agentes económicos y sociales.
La intención de este trabajo es reconocer la discusión sobre las variedades de capitalismo, que esencialmente es un enfoque de origen anglosajón, para pensarla en los contornos de la problemática de América Latina e identificar sus implicaciones dentro de la amplia discusión sobre el desarrollo y sus modalidades nacionales, y así contribuir al debate teórico. Se advierte que si no se esclarecen las dimensiones institucionales que explican la modulación del capitalismo en cada espacio nacional, el tema del desarrollo seguirá inscribiéndose en un terreno netamente económico que, grosso modo, va de los enfoques de la dotación de factores y desempeño en el mercado (enfoque ortodoxo), a los enfoques tecnologistas, sin dejar de lado la postura “nostálgica” de los que reclaman la vuelta al pasado de hegemonía estatal, sin cuestionar el comportamiento del propio Estado.
El modo de producción capitalista en unos cuantos siglos ha sido capaz de lograr sorprendentes saltos en el desarrollo de las capacidades humanas a partir del conocimiento científico y tecnológico, al desatar la extraordinaria capacidad para transformar la naturaleza en provecho de las necesidades humanas; pero al mismo tiempo, el capitalismo ha sido un provocador de fastuosas calamidades sociales y ecológicas. En su impronta hacia el progreso, el capitalismo ha cosificado a la naturaleza y al hombre mismo. La proliferación de la miseria evidencia que la transformación de la naturaleza no ha sido en beneficio de la humanidad, sino en provecho de una proporción bastante exigua de la misma.
Sin embargo, dentro de esos dramáticos claroscuros pueden reconocerse formas de modulación social que han permitido que los efectos perversos del capitalismo se atenúen. Lo anterior no se deriva espontáneamente, sino que requiere de una ingeniería política capaz de reconocer los puntos críticos y de crear medidas institucionales para alentar la inclusión.
En ese sentido, es útil seguir a Dabat (1993) en la idea de que el capitalismo ha atravesado por diferentes etapas inmersas en la dinámica de las ondas largas y adecuadas a lo que el regulacionismo llamó régimen de acumulación (Aglietta, 1986). De acuerdo con Dabat, las etapas son: “… formas históricas estructurales de desarrollo del capitalismo en la era industrial, que expresan sucesivos niveles acumulativos de extensión, complejización y articulación global de sus componentes básicos y dan lugar a modalidades específicas de reproducción y contradicción social” (1993: 163).
A partir de lo anterior, es importante advertir que el capitalismo, dentro de su propia dinámica compleja y contradictoria, da lugar a modalidades que trastocan tanto el núcleo productivo de la organización industrial, la estructura y dinámica del capital, la sociedad civil y los patrones culturales, así como las formas históricas del Estado y la superestructura institucional. Cada etapa está caracterizada por una fase de expansión y consolidación que da lugar a una fase depresiva, que incuba a la siguiente etapa (Dabat, 1993: 165).
Así, es necesario hacer notar la posibilidad de diferenciar vías o modalidades de desarrollo,2 lo que se relaciona con las modalidades nacionales de regulación social endógenas de cada capitalismo nacional vinculadas con su diseño institucional formal (jurídico, normativo, legal, etcétera) y con las instituciones informales (moralidad, educación, cultura, civilidad, etcétera). Por ende, no menos importante es la identificación de la relación entre el capitalismo mundial y los capitalismos nacionales, ya que dentro del eje del mercado mundial los espacios nacionales se articulan con base en sus propias capacidades productivas, y “… compiten entre sí por el espacio económico y las oportunidades de comercio e inversión, y se diferencian unos de otros tanto por sus especificidades nacionales (historia, territorio, cultura), como por su desigual grado de desarrollo capitalista, competitividad y poder internacional” (Dabat, 1993: 115).
Son esas especificidades nacionales las que modulan la relación con el mercado mundial y con los capitalismos nacionales que marchan a la vanguardia, mismos que tienden a imponer sus condiciones productivas, patrones de organización y consumo, presiones competitivas y que, en conjunto, representan el punto de referencia de la mayoría de los agentes; aquello que Marx señaló como una ruta según la cual, “[e]l país industrialmente desarrollado no hace sino mostrar al menos desarrollado la imagen de su propio futuro” (Marx, 1994: 7).
Ahora bien, mucho se ha discutido el concepto de desarrollo, teniendo en claro que si bien es algo que rebasa al mero crecimiento económico, éste representa una condición sine qua non para lograr el desarrollo, comprendido como el incremento en la calidad de vida y el bienestar. Para evaluar el desarrollo existen criterios mínimos: 1) el crecimiento sostenido del pib per cápita, que si bien no es indicador de distribución efectiva del ingreso, refleja el nivel de riqueza relativa en los países; 2) cambios estructurales que reflejen una adecuación a las técnicas avanzadas de producción, o modernización tecnológica; y 3) disminución persistente del porcentaje de la población en condición de pobreza, que permitan una merma en la desigualdad social. Los tres criterios se corresponden con un efecto: la movilidad social para habilitar la capacidad individual y colectiva para la acción, que permite desatar la creatividad; es decir, socializar las herramientas para que las personas se forjen su porvenir, con base en su esfuerzo y méritos, sin restricción por origen, género o clase.
Sobre esa base, es importante identificar las políticas que permitan a los capitalismos nacionales dar pasos efectivos hacia tales metas. Actualmente, en el mundo pueden reconocerse distintos grados de avance en la búsqueda del bienestar, y cabe advertir que el país más rico del planeta, Estados Unidos, generador de casi una cuarta parte de la riqueza del mundo, no es el país con mejores indicadores de desarrollo humano, y por el contrario, parece crecer la desigualdad.
El cuadro 1 presenta los países que se ubican en la vanguardia del desarrollo,3 otros países seleccionados por el interés regional que anima este trabajo, y los países que no han escapado al atraso. En primer lugar destaca que el desarrollo es un proceso posible, pero concentrado en noroccidente de Europa, América del Norte, Oceanía y el este de Asia; en segundo lugar, es importante subrayar, que estos países han seguido incrementando sus niveles de bienestar, lo que amplía la frontera del desarrollo y ensancha la brecha con los países de atraso relativo.
Lo anterior sugiere que el desarrollo es posible bajo ciertas condiciones, que permiten que se incremente; a diferencia de lo que plantean las teorías de la convergencia de la economía convencional, ni el crecimiento, ni mucho menos el desarrollo son procesos que se derivan espontáneamente por las fuerzas del mercado y las relaciones que del mismo se derivan como el comercio internacional o la apertura a la inversión extranjera.
Adicionalmente, se puede apreciar que si bien el desarrollo se concentra geográficamente en las regiones señaladas (lo que el estructuralismo latinoamericano denominó “el centro”), existe convergencia en los países del este de Asia, lo que ha dado lugar a expresiones como “el milagro asiático”. Sin embargo, esa convergencia no se da al mismo ritmo en la región latinoamericana. Los datos del mismo cuadro 1 indican que, para ponerlo en términos de franco contrastante, México no tiene hoy en día el índice de desarrollo que tenía Noruega —actualmente el país con el mayor índice— en la década de 1980.
El cuadro 2 presenta el pib per cápita en países seleccionados a partir de la segunda mitad del siglo xx, se hace el corte histórico en ese momento porque recoge el gran auge de la etapa anterior oligopólica estatal (impulsada por las políticas keynesianas y articuladas en torno al fordismo); asimismo, incluye la gran crisis de los años setenta y el proceso de reestructuración hacia la actual etapa informática-global, lo que permite identificar la convergencia de algunos países periféricos con respecto a los países líderes, además de la desproporción en la creación de riqueza entre los países desarrollados y los países periféricos.
Es interesante observar que la ruta del desarrollo se encuentra entre los países del Noroccidente de Europa, y lo que se han llamado las “nuevas Europas” (Crosby, 1986; citado por Acemoglu, Johnson y Robinson, 2001: 1370). Se aprecia un rezago de países del suroccidente europeo con respecto al bloque del norte. Asimismo, se confirma la convergencia hacia la frontera fijada por los países avanzados en los países de la región del este de Asia; mientras que en América Latina el comportamiento se mantiene rezagado (gráficos 1 a 5).
Lo anterior refleja las condiciones de desigualdad entre los capitalismos nacionales, que se traducen en los dramáticos contrastes entre unos pocos que viven en abundancia y un amplio conjunto de los que carecen de lo indispensable.4 Ahora bien, lo importante es clarificar cuáles son las condiciones que explican esas desigualdades, para lo que es pertinente ir más allá de las interpretaciones que se centran solamente en el peso relativo del mercado o del Estado.
Si en efecto, el desarrollo es posible bajo ciertas circunstancias, es necesario analizar cuáles son esas condiciones que a la vez lo explican en regiones específicas. Por un lado, la teoría convencional explica el crecimiento a partir de la dotación de factores; sin embargo, países con abundancia, ya sea de recursos naturales o de fuerza de trabajo, no son en realidad los más prósperos. La dotación de capital o la tecnología se concentran en los países desarrollados y paulatinamente en los convergentes.
Pese a que en la mayoría de los países periféricos han sido profusamente promovidos bajo el argumento de que deben incentivarse, tanto el ahorro como el aprendizaje y la innovación tecnológicas para que sean la palanca del desarrollo (enfoque tecnologista), tanto desde la iniciativa estatal como la privada, casos como el de América Latina, persistentemente fallidos en la búsqueda por desatar la acción productiva, acometen aparentemente la apuesta por la ciencia y la tecnología sin desestructurar previamente los obstáculos, lo que parece confirmar la explicación de North (1993), quien sostiene que el cambio tecnológico, más que ser la causa, es un efecto del desarrollo. Esto es, para lograr conductas innovadoras se requiere de incentivos a la acción que atraigan a los agentes en ese sentido, prerrequisito fundamental para la eficiencia institucional y organizacional que derive en el comportamiento “schumpeteriano”, lo que no está dado en la mayoría de los países inmersos en el atraso que, de acuerdo con el orden institucional prevaleciente, pueden más bien extenderlo (Hoff y Stiglitz, 2002).
En las últimas cuatro décadas, la convergencia de los países del este asiático ha motivado una reconsideración de las estrategias de desarrollo en el marco del capitalismo globalizado, pero nuevamente presenta la interrogante de por qué tal convergencia se concentra en esa región que, con mayor o menor grado, ha derivado de la mixtura de políticas desarrollistas impulsadas por gobiernos fuertes con la coordinación organizacional en torno a una estrategia de aprendizaje e innovación tecnológica (Wade, 1999).
En ramas como la electrónica, Taiwán, Singapur y Hong Kong han logrado posicionamientos destacados a partir de la subcontratación como proveedores para corporaciones líderes en el mercado, alcanzando escalamientos en la cadena de valor (cuadro 3). Adicionalmente, economías como China, Taiwán, Malasia, Singapur y Hong Kong se posicionan entre las más grandes transnacionales de países “muy tardíos”, e incluso las transnacionales de Corea del Sur han logrado una inserción en ramas dinámicas como la automotriz y la electrónica de consumo por medio de firmas propias como Hyundai, Samsung o LG (cuadro 4), que compiten a la par con corporaciones multinacionales de países centrales, lo que contrasta con las grandes empresas latinoamericanas que se expanden a partir de ramas maduras (Hernández López, 2013).
Sin embargo, el dinamismo de esa región asiática no es homogéneo, sino que se concentra en casos muy particulares, lo que conduce a apreciar las diferencias institucionales para entender las diferencias regionales. Al respecto, tómese como ejemplo Corea del Sur y Corea del Norte, ¿qué explica las enormes asimetrías entre una y otra hoy en día, donde la primera se caracteriza por su autoritarismo político, mientras que la segunda ha mostrado prosperidad y convergencia con respecto a los países más avanzados? Las diferencias evidentemente no son geográficas, ni idiosincráticas, ni históricas, ni raciales, son institucionales, y al día de hoy conforman una dramática diferencia en niveles de vida.
Corea del Norte quedó bajo la influencia soviética, y vale peguntarse si ese antecedente es suficiente para explicar su atraso;5 la experiencia de China permite responder que no, al menos no de manera definitiva, ya que China aún sorprende al mundo por sus tasas formidables de crecimiento, aunque lenta convergencia hacia el desarrollo, y formalmente sigue siendo una nación socialista. Sin embargo, ¿es el mismo socialismo chino el que prevaleció hasta la muerte de Mao Zedong, centrado en el campesinado y el retraimiento del mundo, que el que se impulsó con las reformas de Deng Xiaoping a partir de 1978, basado en la industrialización y el comercio internacional? El socialismo de la China moderna, cada vez más apegado a pautas de mercado, en realidad está basado en una fuerte coordinación estatal, que difiere del socialismo de corte soviético y aun del socialismo chino “tradicional”; esta diferencia es institucional.
La discordancia en los niveles de vida en espacios cercanos debe reconocerse en las fronteras institucionales. Para algunos autores (Acemoglu y Robinson, 2013), el contraste en el desarrollo entre espacios vecinos resta validez a la hipótesis de que el desarrollo o el atraso se explican por razones meramente geográficas, y encuentran que el factor decisivo para explicar las diferencias entre países prósperos y pobres son las instituciones.
Ya North había adelantado esta hipótesis, aseverando que: “Los países del Tercer Mundo son pobres porque las limitaciones institucionales definen un conjunto de liquidaciones de la actividad político-económica que no alientan la actividad productiva” (North, 1993: 143). Esta afirmación —no exenta de controversia, sobre todo entre los marxistas— identifica el problema en la incapacidad endógena para romper las camisas de fuerza que hacen que el atraso persista (Rivera, 2009) y reproduce continuamente mercados ineficientes.
En esa línea, es necesario identificar las diferencias institucionales entre los distintos países, que se desprenden de la inquietud perenne en la economía política por contrastar las trayectorias nacionales y las instituciones político-económicas que explican tales trayectorias. Este enfoque sigue planteamientos ya adelantados por North (1993), en el sentido de ubicar la trayectoria histórica del desempeño económico de los países en sus matrices institucionales. Para North, el desarrollo de instituciones en el capitalismo es lo que parece hacer la diferencia entre aquellas versiones más injustas e inhumanas y otras en las que es posible reconocer el objetivo del desarrollo. “Las instituciones son la clave para entender la interrelación entre la política y la economía y las consecuencias de esa interrelación para el crecimiento económico (estancamiento o declinación)” (North, 1993: 152).
Siguiendo esta veta, las condiciones para explicar el crecimiento continuo, la asimilación y reproducción de conductas innovadoras, así como la movilidad social que permita la superación gradual de la pobreza, son resultado de una retroalimentación permanente al interior de la matriz institucional de cada capitalismo nacional, expresada como la imbricación de reglas formales e informales encarnadas en actitudes y valores que orientan la acción, lo que a raíz de hallazgos recientes se sabe puede obstaculizar el proceso económico hacia el progreso y prolongar el atraso (North, 1993; Hoff y Stiglitz, 2002; Rivera, 2009; Acemoglu y Robinson, 2013). Con base en ello, es necesario aproximarse a la identificación de las condicionantes institucionales de los diferentes capitalismos contemporáneos.
El enfoque de las variedades de capitalismo, destacado por la obra de autores como Hall y Soskice (2001 y 2006), tiene un antecedente importante en el trabajo de Albert (1992), quien se demostró preocupado por el curso liberal del capitalismo tras el desvanecimiento del socialismo real. Albert reconoció que el capitalismo “no es uno e indivisible” (1992: 95), sino que en su faceta de vanguardia, la de los países centrales, se había desarrollado en dos grandes vertientes: el capitalismo anglosajón y el capitalismo renano. El primero se caracterizaba por ser liberal, individualista, orientado a la rentabilidad de corto plazo, y de corte especulativo-financiero, articulado en torno a Estados Unidos y otros países anglosajones. El segundo, más bien se orientó en un curso social-demócrata, basado en el consenso, colectivista e interesado en el largo plazo, con Alemania como emblema, pero que también se reconocería en Japón —por lo que Albert emplea el concepto de modelo “germano-nipón” (1992: 23).
Para Albert, Estados Unidos ha simbolizado el predominio del capitalismo, pero a inicios de los años noventa del siglo anterior, se cuestionó si efectivamente es la mejor modalidad de capitalismo posible. Albert advierte cómo, ante la erosión en la legitimidad del Estado, provocada por la crisis del keynesianismo a finales de los setenta6 (Dabat, 1993), la ideología liberal centró su discurso en la capacidad para alentar las fuerzas creadoras de la sociedad rebasando las limitaciones del burocratismo estatal; sin embargo, Albert reconoció cómo el predominio financiero-especulativo del modelo liberal merma la capacidad reguladora del Estado para atenuar las desigualdades, y al centrarse en la rentabilidad de corto plazo es mucho menos estable, “…el modelo neoamericano sacrifica deliberadamente el futuro al presente” (Albert, 1992: 237).
Más recientemente, Hall y Soskice (2001 y 2006) siguen la idea de contrastar modalidades del capitalismo en un enfoque binario, proponiendo que el éxito de las organizaciones empresariales está en relación con la buena coordinación con los demás actores, en el desarrollo de las funciones que han sido asignadas en las esferas económicas (2006: 573).
El esfuerzo de Hall y Soskice se ubica en la intención de articular el nivel de análisis micro (organizaciones) con el macro (sistema social de producción) a través de un nivel meso (instituciones); para ellos, el marco económico-político condiciona importantemente el desempeño organizacional, pero a su vez éste contribuye a que cierta modalidad de sistema social de producción prevalezca; es decir, la mutua interacción micro-macro influye sobre las formas en que la vida económica se expresa a partir de las relaciones de producción, las relaciones laborales, los derechos de propiedad, las políticas educativas y científico-tecnológicas, etcétera.
En ese sentido, la articulación entre los agentes está permeada por las instituciones, como conjunto de reglas formales e informales que los primeros siguen por razones cognitivas, normativas o materiales (Hall y Soskice, 2001: 9) y que a su vez los agentes reproducen mediante una interacción estratégica con las instituciones (Hall y Soskice, 2001: 5). Igualmente, los antecedentes recientes a esta hipótesis están en el trabajo de North (1993), al sugerir que son los marcos institucionales los que condicionan el comportamiento de los actores. Debe recordarse que para los institucionalistas, tomando distancia de los economistas ortodoxos, es fundamental la estructura política y social de una sociedad.
La tesis central de Hall y Soskice puede resumirse en que las estructuras institucionales nacionales, articuladas en los regímenes de regulación y organización de la producción social, condicionan la adopción de las empresas de las estrategias para resolver los problemas de coordinación que deben enfrentar (2006: 574). Estos autores se enfocan en cinco esferas en las cuales las organizaciones resuelven dichos problemas de coordinación: 1) la esfera de las relaciones industriales, que se refiere al problema de la negociación con la fuerza de trabajo (condiciones laborales, salarios), con los sindicatos y con otros empleadores; 2) la esfera de la capacitación y la educación, o sea la formación vocacional y profesional; 3) la esfera de la gobernanza corporativa, que implica las decisiones internas de acceso a financiamiento e inversión; 4) la esfera de las relaciones entre firmas, que se refiere a las relaciones con otras empresas del sector, así como con proveedores y clientes; 5) la esfera de las relaciones de las firmas con los propios empleados para desarrollar las competencias y favorecer la cooperación con la organización (Hall y Soskice, 2001: 7).
Es justamente la comparación en cómo se resuelven los problemas de coordinación entre estas cinco esferas lo que conduce a Hall y Soskice a identificar los dos tipos de sistemas sociales de producción: economías liberales de mercado, y economías coordinadas de mercado; estos son los dos tipos ideales de economías: “Ambas constituyen tipos ideales, que ocupan los extremos de un continuum a lo largo del cual se ubican los diferentes países” (2006: 574).
En las economías del primer tipo, las firmas coordinan sus actividades esencialmente a través de jerarquías y arreglos competitivos de mercado; predomina un contexto de competencia vía contratos formales y los actores orientan su acción en intercambios impersonales de bienes y servicios basados en las señales del mercado.
En tanto, en las economías de mercado coordinadas, las firmas dependen fuertemente de la coordinación estratégica y de relaciones no basadas en el mercado para definir los esfuerzos con los demás actores, lo que implica contratos relacionales, monitoreo a las redes de información privada, así como confianza en las relaciones de colaboración (Hall y Soskice, 2001: 8). El consenso adquiere por lo mismo una importancia mayor, así como la capacidad de coordinación de la autoridad ante los agentes.
Estos autores diferencian las dos grandes regiones en la vanguardia del capitalismo, el norte-occidente de Europa (los países nórdicos, países bajos y Alemania), frente a los países anglosajones (las “nuevas Europas” y el Reino Unido); en ese sentido, coinciden con la comparación de Albert (1992). Para ellos, las relaciones entre los sistemas políticos y las modalidades de capitalismo contrastadas permiten concluir que en la variedad coordinada existe menos inequidad y fuertes medidas propias del Estado benefactor que en la variedad liberal. Eso se explica porque en la versión coordinada el sistema de representación favorece el consenso político que refuerza la coordinación y se retroalimenta de ella. Mientras tanto, donde los sistemas políticos refuerzan la competencia, los consensos son frágiles y se identifica mayor desigualdad. Lo que se revalida de acuerdo con los indicadores de desigualdad entre algunos de los países reconocidos (gráfico 6).
Ahora bien, entre las principales críticas al enfoque de variedades de capitalismo está el hecho de que se centra en el análisis de países desarrollados (Fernández y Alfaro, 2011), probablemente condicionado por su origen anglosajón. Empero, más recientemente este enfoque ha abierto posibilidades para examinar la situación de los países periféricos, y particularmente de la región latinoamericana (Schneider y Soskice, 2009; Schneider, 2009) lo que ha animado propuestas propias de autores regionales (Fernández y Alfaro, 2011; Aguirre y Lo Vuolo, 2013). Esas contribuciones han enfatizado el hecho de que la globalización no implica, de suyo, una convergencia hacia el desarrollo, sino que la misma está en relación con la capacidad endógena de articulación con las fuerzas ambivalentes del mercado mundial. En realidad, la globalización no conduce a una armonización ni mucho menos a una uniformidad de instituciones, por el contrario, la propia competencia y la desregulación de los mercados parece conducir a esfuerzos variados, ejecutados desde la direccionalidad que con mayor o menor consistencia se defina en los espacios nacionales, a partir de la correlación de fuerzas dominante (Aguirre y Lo Vuolo, 201: 8).
Si en la vanguardia del capitalismo, dentro de las dos grandes vertientes están los capitalismos “puros”, o sea, aquellos que han logrado modalidades dinámicas, ya sea a partir de una orientación liberal (anglosajona) o coordinada (renana-nipona), en la retaguardia está ese conjunto amplio y muy heterogéneo de capitalismos que no han logrado desatar por completo las fuerzas de sus motores endógenos, ni integrado a todos los actores al capitalismo. Entre la retaguardia del sistema se encuentran aquellas que Furtado reconoció como formas híbridas entre formaciones económicas precapitalistas y netamente capitalistas, lo que denominó formas de “capitalismo bastardo” (1976: 172-173). En América Latina proliferaron capitalismos de esta modalidad, que ha dado como resultado un híbrido no siempre efectivo para promover la productividad, y menos aún para favorecer la adecuada distribución del ingreso.
Los trabajos sobre el debate académico de las variedades de capitalismo han desembocado en propuestas conceptuales innovadoras que se asientan sobre la comparación entre las economías avanzadas, de corte ya sea coordinado o liberal, para desarrollar un modelo denominado de “economías jerárquicas de mercado” basado sobre el caso de América Latina (Schneider y Soskice, 2009; Schneider, 2009). Ese modelo —subraya Schneider (2009)— no es sólo un simple híbrido o mixtura de lo que Hall y Soskice identificaron como variedad “mediterránea” de capitalismo (2001: 21).
La variedad jerárquica de capitalismo introduce la presencia de actores predominantes sobre la forma en la cual las empresas estructuran su acceso al capital, la tecnología y la fuerza de trabajo. Schneider (2009) advierte cuatro características fundamentales en esta región: 1) grupos económicos, 2) corporaciones multinacionales, 3) trabajo no calificado, y 4) relaciones laborales atomizadas.
Particularmente, Schneider observa que los grupos económicos y las corporaciones multinacionales ejercen relaciones jerárquicas para que el acceso al capital y la tecnología esté concentrado —lo que puede extenderse también al acceso a los recursos naturales—; además, señala que estos actores son dominantes en todas las relaciones laborales (negociaciones con sindicatos y organización del mercado laboral). Schneider subraya el predominio de los grupos empresariales locales y de las multinacionales, así como la debilidad para negociar de los sindicatos —a lo que debe sumarse su falta de autonomía y representatividad—, y los bajos niveles de educación y capacitación laboral.
Las formas corporativas dominantes se traducen en pobres niveles de capacitación de la fuerza de trabajo, que distinguen esta variedad de la de los países desarrollados y de otras regiones en vías de desarrollo, como la asiática, lo que destaca la actividad política de los grupos domésticos y sus relaciones con las empresas multinacionales y el poder político local (Schneider, 2009: 555). Esto se traduce en una incapacidad para habilitar las capacidades de la población, lo que hace que el efecto del gasto en educación y salud sea inocuo (Schneider y Soskice, 2009: 32). El cuadro 5 expone el contraste de variables laborales entre las tres variedades.
Puede apreciarse cómo en las economías jerárquicas la fuerza de trabajo está menormente representada pese a que el mercado laboral esté regulado, lo que sin embargo no asiste de mejores condiciones que se traduzcan en una mayor permanencia en las fuentes de empleo, lo que contribuye a la presencia de la informalidad; asimismo, se aprecia una menor escolaridad.
El efecto de los grandes grupos empresariales sobre la distribución del ingreso y la capacidad innovadora ha sido destacado también por autores como Cimoli y Rovira (2008), quienes reconocen cómo el dominio de las élites empresariales ha favorecido la obtención de rentas basadas en la extracción de recursos naturales e inhibe la participación de competidores locales potencialmente interesados en la generación de rentas derivadas de la tecnología.
La inserción de la región latinoamericana en la globalización ha sido orientada a la explotación de recursos naturales y la oferta de commodities estandarizados, lo que refuerza un histórico patrón extractivo de especialización que no favorece la productividad ni la distribución del ingreso al quedar concentrado en actores tradicionalmente preponderantes (los grupos locales y las empresas multinacionales) que prolongan una conducta rentista (rent-seeking). La prevalencia de esta inercia estructural impide que se absorban los nuevos paradigmas tecnológicos y que se incrementen las actividades basadas en el conocimiento intensivo; lo que da impulso a una inercia que se autoperpetúa (Cimoli y Rovira, 2008: 345).7
El impacto del rentismo de los grupos privados es un problema histórico que se manifestó desde la conformación de las burguesías nacionales alentadas durante la estrategia de industrialización por la vía sustitutiva, en la cual, si bien en principio pueden reconocerse algunos elementos “gerschenkronianos” o desarrollistas de coordinación en la rectoría estatal durante ese proceso para promover la acumulación (Gerschenkron, 1970), en diferentes casos nacionales dicha coordinación quedó subsumida ante el control autoritario y corporativo de los regímenes políticos que obstaculizaron la conformación de democracias auténticas, factor que, sin embargo, se reconoce también en las experiencias asiáticas. Ello da sentido a las palabras de Albert cuando reconoció: “… es preciso constatar que, si bien el modelo renano es el más eficaz en Europa, la transposición al Tercer Mundo de su variante socialdemócrata ha servido con demasiada frecuencia de pretexto para la proliferación de empresas públicas ruinosas y de intervenciones gubernamentales que sólo servían para alimentar la corrupción” (Albert, 1992: 231). La diferencia entre ambas experiencias “muy tardías” es entonces, dentro de ese clima autoritario, la direccionalidad desarrollista o depredadora (Hernández López, 2013).
La cuestión de qué es lo que sustenta en particular el comportamiento depredador-rentista en la región latinoamericana manifiesta entre los empresarios cómo en el Estado, que se afianza en una trayectoria histórica de rezago, conduce a la interrogante planteada por North: “Si los países son pobres porque son víctimas de una estructura institucional que impide el crecimiento, ¿esa estructura institucional les es impuesta desde fuera o está determinada endógenamente o es una combinación de ambas?” (North, 1993: 172). El propio autor sugiere remontarse a los orígenes institucionales de dicha estructura, sobre lo cual hay tres antecedentes teóricos importantes desarrollados durante el siglo xx.
El primero es una vertiente crítica de ascendencia marxista conformada por enfoques como el neo-imperialista y el tercermundista. Esta postura advirtió el despliegue histórico del capitalismo que Marx no alcanzó a distinguir en toda su dimensión, plasmado en la creciente desigualdad entre potencias capitalistas y capitalismos subordinados, que no necesariamente prueba la visión marxiana de que el país rico traza el camino del pobre.
Autores como Amin, Arrighi, Palloix, Gunder Frank y Wallerstein, imbricaron una lectura dicotómica de la dinámica del capitalismo mundial sosteniendo la tesis del intercambio desigual, caracterizada por el deterioro en los términos de intercambio en el comercio internacional debido a las enormes diferencias entre precios y salarios entre el centro y la periferia, por lo que hay una transferencia de valor de ésta al primero.
Las otras dos teorías que cuestionaron el origen de la desigualdad estructural en el capitalismo se produjeron en América Latina. Se trata de vertientes estructuralistas que dieron cuenta de la problemática de los capitalismos nacionales y su relación con el capitalismo mundial, acentuando en su crítica que el problema de los países periféricos no ha sido puramente endógeno.
En primer término está el estructuralismo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (cepal), cuyo precursor fue Raúl Prebisch, para quien el atraso de América Latina provenía de su papel primario-exportador (capitalismo orientado “hacia afuera”), y la desigual relación en los términos de intercambio con el centro, que mediante el progreso tecnológico aumentaba la brecha del desarrollo. Para resarcir tal situación, los autores cepalinos (Prebisch, Furtado, Sunkel, Pinto) promovieron la industrialización de la región por medio de la estrategia sustitutiva de importaciones, ampliamente estudiada. Razones de espacio impiden un desvío a la explicación de las causas de su ocaso, pero ténganse en cuenta la incapacidad para transitar de la industrialización simple a la compleja, y las insuficiencias endógenas que degeneraron en un parasitismo tecnológico, lo cual se resume dentro de la aguda crítica de Hirschman al desarrollismo estatal “benevolente”:
Dado lo que se consideraba su problema aplastante, la pobreza, se esperaba que los países subdesarrollados funcionaran como juguetes de cuerda y que avanzaran en línea recta por las diversas etapas del desarrollo; sus reacciones ante el cambio no serían tan traumáticas o aberrantes como las de los europeos dotados de residuos feudales, complejos sicológicos y alta cultura exquisita. En suma, como el “inocente” y dulce comerciante del siglo xviii, se percibía que estos países tenían sólo intereses, no pasiones (Hirschman, 1984: 39; énfasis original).
La otra escuela es el dependentismo latinoamericano, que se formó sobre planteamientos de influencia neomarxista y una lectura “nacionalista” del proceso de colonización. Sobre el diagnóstico de la escuela de la cepal, representantes del dependentismo-marxismo como Cardoso, Faletto, Dos Santos, Marini y Frank, influenciados por el marco de la Guerra Fría y la Revolución cubana, descartaron la posibilidad de la industrialización latinoamericana dentro de los contornos del capitalismo (Dabat, 1994). Según este enfoque, el capitalismo sólo provoca “el desarrollo del subdesarrollo”.
Esta vertiente se remontó a la historia para subrayar la explotación por medio del colonialismo, y la absorción de los espacios nacionales latinoamericanos en las órbitas imperialista y neoimperialista. En ese orden, la dependencia de la región tiene tres formas: 1) la dependencia colonial que posicionó a las economías de la región como economías de enclave, 2) la dependencia financiera-industrial consolidada a finales del siglo xix, y 3) la dependencia tras la segunda posguerra por vía de las empresas multinacionales.
Para el dependentismo-marxista toda forma de participación extranjera en América Latina, especialmente estadounidense, acentuaría las relaciones que afianzan el subdesarrollo de la región. A diferencia de la versión de la escuela cepalina que daba importancia al desarrollo de una burguesía doméstica, el dependentismo-marxista la asumía como supeditada al capital mundial (“lumpenburguesía”).
Finalmente, pese a coincidir con el estructuralismo cepalino en las causas del subdesarrollo, esta escuela no seguía a aquél en su “reformismo” estatal-interventor-keynesiano, por lo que promovía la ruta “revolucionaria” de ruptura con el sistema capitalista mundial a través del socialismo, refrendando la identidad tradicional y rechazando toda influencia proveniente de los países centrales.
La principal crítica a la teoría de la dependencia es que tendió a una interpretación unilateral de la problemática estructural, centrada en los efectos del capitalismo central sobre los países periféricos, lo que exaltó las causas exógenas del subdesarrollo como producto de la dependencia hacia los primeros, soslayando las causas endógenas, como el bajo nivel de las fuerzas productivas, la escasa inversión en educación o la persistencia de relaciones sociales, instituciones y patrones culturales parasitarios o anacrónicos, así como el autoritarismo y la corrupción como conductas depredadoras internas. “De acuerdo con esta visión, y en contraposición a la de Marx, el capitalismo no constituiría un sistema social contradictorio que conjuga elementos destructivos y expoliadores con otros históricamente progresistas, como el desarrollo de las fuerzas productivas, la socialización del trabajo, la conformación de la personalidad individual o la ampliación de los lazos internacionales” (Dabat, 1994: 23).
Estas aportaciones tienen, sin embargo, la virtud de poner sobre la discusión las consecuencias de la extracción de valor de la periferia al centro como dinámica estructural que limita a los países “muy tardíos”, insertos de manera subordinada al mercado mundial. El propio North pondera los aportes de estas vertientes reconociendo la importancia del origen colonial de los países atrasados: “Sean teorías del imperialismo, de la dependencia o de centro/periferia todas tienen en común elementos institucionales cuyos resultados evidencian la explotación y/o pautas desiguales de crecimiento y distribución del ingreso” (North, 1993: 172). Pero North se enfoca en dicho origen como la causa de la conformación de una matriz institucional adversa al desarrollo, que prevalece y se manifiesta tanto en la estructura endógena como en los efectos externos del atraso.
Siguiendo esa línea, Acemoglu, Johnson y Robinson (2001) y Acemoglu y Robinson (2013), han analizado la forma en la que la matriz institucional resulta un producto emergente del dominio colonial, explicando dos posibilidades límite. Por un lado, en aquellos territorios donde no fue posible el asentamiento porque el ambiente insalubre lo impidió y los europeos padecieron altas tasas de mortalidad se establecieron estados puramente extractivos. Por el otro, donde fue posible la emigración y el asentamiento se formaron colonias en los que de cierta forma se replicaron las instituciones europeas, conformando lo que Crosby (1986, citado por Acemoglu, Johnson y Robinson, 2001: 1370) llamó “nuevas Europas”. Estos mismos autores (2001) identifican que los países que fueron colonias del primer tipo son actualmente más pobres que los que fueron colonias menos hostiles para los conquistadores europeos.
En el trabajo más reciente de Acemoglu y Robinson (2013), se profundiza la tesis ya adelantada por North (1993), quien perfiló el contraste de la vía inglesa-estadounidense, más orientada a la productividad y la innovación, frente a la española-hispanoamericana más anclada en resabios feudales y el rentismo (1993: 146) de que los países metropolitanos replicaron sus marcos institucionales en las colonias, lo que significa que la ruta o patrón de dependencia (path dependence) resulta clave para entender el cambio económico en el largo plazo y sus implicaciones para el desarrollo (North, 1993).
Acemoglu y Robinson (2013) subrayan la forma en la que España, tras la conquista de América, impuso instituciones proclives a la explotación y la desigualdad:
Tras una fase inicial de codicia y saqueo de oro y plata, los españoles crearon una red de instituciones destinadas a explotar a los pueblos indígenas. El conjunto formado por encomienda, mita, repartimiento y trajín tenía como objetivo obligar a los pueblos indígenas a tener un nivel de vida de subsistencia y extraer así toda la renta restante para los españoles. […] A pesar de que estas instituciones generaban mucha riqueza para la Corona española e hicieron muy ricos a los conquistadores y a sus descendientes, también convirtieron América Latina en uno de los continentes más desiguales del mundo y socavaron gran parte de su potencial económico (Acemoglu y Robinson, 2013: 33).
Por otro lado, señalan que lo que provocó que los ingleses no siguieran la estrategia extractiva en América fue, por un lado, su llegada tardía a América, lo que les hizo tomar regiones sin asentamientos de civilizaciones productivas, y por otro la dificultad para que los nativos cooperaran y negociaran con la metrópoli inglesa. “No había ninguna posibilidad de establecer una explotación para ‘hacerse rico rápidamente’ en Virginia del estilo de las de México y Perú” (2013: 37). Eso obligó a que más que explotar a los nativos, fueran los propios ingleses los que tuvieran que trabajar bajo un conjunto de incentivos al trabajo duro.
El contraste entre las experiencias de los países que fueron colonias es importante al momento de atender sus condiciones actuales. Acemoglu, Johnson y Robinson han destacado que en todos estos países las instituciones impuestas han persistido después de conseguir su independencia. Los acuerdos para establecer la ley, el orden y los derechos de propiedad definidos por los conquistadores han prevalecido. En donde se instituyeron incentivos a la productividad y la innovación (“nuevas Europas”) se ha visto la convergencia hacia el desarrollo y la formación de estados fuertes; por el contrario, en donde se alentó la modalidad extractiva se continuó por el camino de la explotación y la formación de estructuras sociales verticales (clasistas, racistas) por parte de las élites nacionales. En esta misma vía, dichos autores reconocen tres posibilidades para explicar la persistencia institucional (2001: 1376):
1) Las nuevas élites derivadas de la independencia heredan instituciones extractivas y prefieren extenderlas, antes que incurrir en el costo de mejorar las instituciones.
2) En una estrategia extractiva es más rentable mantener una élite pequeña que garantice mayor participación de los ingresos, por lo que no hay incentivos para ampliar la base de participantes en la élite, ni para cambiar la modalidad.
3) Si los agentes invierten en acciones que extienden el conjunto de instituciones, están políticamente más interesados en que persistan.
Como puede verse, las instituciones ligadas con modalidades extractivas que extienden el atraso se autorrefuerzan. Así, paradójicamente en América Latina las nuevas élites que llegaron al poder pretendiendo revolucionar el orden establecido por la metrópoli, tras la independencia, no sólo continuaron, sino que afianzaron instituciones políticas y económicas que persistieron en la desigualdad. “Aquellas instituciones, que basaban la sociedad en la explotación de los pueblos indígenas y la creación de monopolios, bloquearon los incentivos y las iniciativas de la gran masa de la población” (Acemoglu y Robinson, 2013: 47-48).
La situación estructural de la región parece confirmar que la trayectoria institucional de desigualdad prevalece como producto de la reproducción de beneficios concentrados en élites de poder compactas y hábitos socialmente extendidos que alientan un comportamiento rentista y favorecen la informalidad, con consecuencias negativas para la distribución del ingreso y las potencialidades que eso conlleva. La preponderancia de grupos empresariales con capacidad de incidir en las decisiones políticas, así como de gobiernos débiles, corruptos e ineficientes ha sido motivo de continuas insatisfacciones entre los países de América Latina, que han pasado de un intervencionismo burocrático a una adhesión acrítica del neoliberalismo; en ambos casos, con resultados insatisfactorios.
La persistencia institucional resulta de particular significado en el actual momento donde se postulan diferentes caminos para la región. Actualmente, y a partir de experiencias recientes de cambio político en América del Sur, impulsadas por el malestar provocado por el neoliberalismo, se reconocen dos grandes vías, con las gradaciones intermedias en las que se orientan los distintos países. Por un lado, están aquellos países que han seguido una vertiente orientada por la ortodoxia económica, implementando consistentemente reformas para liberalizar los mercados e inducir cambios “desde arriba”; sería el caso de México, Colombia y Chile. En otro grupo de países estarían aquellos que han manifestado una orientación más heterodoxa, enfatizando la inquietud en la reivindicación de las causas mayoritarias “desde abajo”, y aun la intención de distanciarse de la órbita del capitalismo global, revisando concepciones del dependentismo-tercermundismo; están en este grupo Venezuela, Bolivia y Ecuador. En medio quedarían países muy importantes por su dimensión económica regional, como Argentina y Brasil, que han reformulado, tras crisis severas provocadas por el rigor del neoliberalismo, una modulación hacia un capitalismo basado en motores endógenos, sin plantear una ruptura con el sistema.
¿Pueden realmente países como México y otros países de la región, incapacitados por la corrupción, la violencia, la impunidad y el desinterés por la democracia, que por lo mismo no garantizan los derechos de propiedad, cimentar un comportamiento emprendedor y además, orientarlo a la innovación? ¿Se podrán transformar en los países que plantean rutas alternativas, patrones aprendidos ligados a una trayectoria de desigualdad e instituir otros que resulten perdurables? ¿Cuál será la relación entre los grupos históricamente favorecidos con tales rutas alternativas?
En cualquier caso, deben atenderse con detenimiento las trayectorias que sigan estas vías teniendo en cuenta la persistencia institucional; independientemente de la ideología política que se declare es adecuado tener presente que: “… no basta con establecer el capitalismo en un país para lanzarlo por el camino del desarrollo económico; se requiere también un mínimo de reglas y, por lo tanto, un Estado eficaz y sin corrupción” (Albert, 1992: 13; énfasis agregado), lo que es peculiarmente importante para los capitalismos latinoamericanos, inmersos en dificultades ancestrales de control jerárquico de los activos, privilegios a élites muy compactas de poder y desinterés por la movilidad social.
El desarrollo es posible pero sólo bajo ciertas condiciones. Estas condiciones van más allá de la dotación de factores de la producción. El hecho de que el desarrollo se observe sólo en algunos países, en las regiones del noroccidente europeo, y las excolonias inglesas o “nuevas Europas”, sugiere que no basta con tener los recursos, es necesario orientarlos por medio de la conformación de instituciones hacia una direccionalidad que permita la inclusión social, alentar la capacitación, la creatividad, garantizar los derechos de propiedad y desatar la capacidad social, lo que se traducirá en conducta innovadora y productiva; pero para eso es necesario limitar el poder, tanto económico como político, para permitir que las leyes se ejerzan.
Recientemente, el enfoque tecnologista que explica el desarrollo con base en la innovación y el conocimiento aplicado a la tecnología, soslaya que para la implementación de políticas de desarrollo tecnológico se requieren prerrequisitos de coordinación social que dependen de la acción gubernamental dirigida a ese fin. El avance de países de industrialización “muy tardía” como las economías del este de Asia, parece confirmar que el desarrollo es posible sólo cuando se articulan los actores en torno a una estrategia amplia de desarrollo que involucra a los distintos actores y arriesga a cambiar la modalidad de inserción al mercado mundial.
Estudios contemporáneos destacan que el capitalismo no es uno solo ni el mismo en todas partes, hay modalidades o variedades nacionales que dependen de la capacidad institucional para modular las fuerzas del mercado mundial sobre ellas, así como para definir formas de organización de las relaciones entre los actores al interior de los capitalismos nacionales para conformar sistemas sociales de producción que se traducen en la posibilidad de generar efectos incluyentes e innovadores. Los indicadores internacionales sugieren que, en efecto, en los países donde se cuenta con coordinación se aprecian mejores niveles de vida per cápita y menor desigualdad. Esto es de particular significado para las regiones atrasadas, y concretamente para América Latina, donde más que un mercado coordinado se aprecia un mercado jerárquicamente controlado por grupos de poder económico.
En América Latina el ejercicio del poder es históricamente discrecional, arraigado en una persistencia institucional adversa al desarrollo con origen en la colonización española, lo que erosiona su efectividad y debilita sensiblemente su legitimidad. A la par de las reglas formales, prevalecen acuerdos tácitos, es decir, instituciones informales que alientan conductas adversas a la innovación y la productividad, ya que se premia la conducta rentista de los grupos económicos dominantes, se inhibe la participación social y se favorecen vetas informales (e ilegales) de economía.
En suma, el atraso en la región se explica como el resultado de la imbricación de factores exógenos, pero también endógenos como la incapacidad para romper con prácticas históricamente familiares de concentración no sólo del ingreso, sino del control sobre los activos, que permitan conformar una matriz institucional conducente a la acción productiva; ello demanda el prerrequisito fundamental de contar con un poder político capaz de disciplinar al poder económico, establecer un conjunto de incentivos y sanciones que den certidumbre a la acción colectiva y la orienten hacia la preparación, la participación y la legalidad. Esto no se dará espontáneamente, sino por medio de una ingeniería institucional que se derive de un replanteamiento en los grupos que detentan el poder, motivado por la participación social, lo que representa un nudo gordiano.
Todo lo anterior sugiere nuevas vertientes dentro de esta línea de variedades de capitalismo como estudios concretos sobre las diferencias entre espacios próximos dentro de las regiones, el análisis detenido de las formas en las que países “muy tardíos” han logrado romper el círculo vicioso del atraso, así como la profundización en la caracterización de las trayectorias nacionales y sus patrones estructurales e institucionales de dependencia en los capitalismos de América Latina.
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1 Los países de industrialización tardía (Gerschenkron, 1970) son el grupo de países que inician su proceso de industrialización tardíamente con respecto a los países pioneros, que sentaron esas bases en el siglo xviii (Alemania, Francia, los países escandinavos, Japón), y se extiende a otros de industrialización “muy tardía”, que incluye a los esfuerzos desarrollistas de América Latina y el este de Asia en el siglo xx.
2 El desarrollo económico es un prerrequisito para el desarrollo humano, concebido como el bienestar o mejoría de la calidad de vida. No se desconoce la discusión actual alrededor del concepto de desarrollo y la importancia de integrar la importancia de la ecología en el concepto más amplio del desarrollo sustentable (económico, social, ecológico). Sin embargo, por los intereses inmediatos del trabajo y limitantes de espacio, estas líneas se concentran en el desarrollo económico.
3 Tomando en cuenta el Índice de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, un indicador compuesto basado en niveles de salud, educación y riqueza económica. Los países con un índice más cercano a la unidad reflejan mayor nivel de desarrollo, en oposición a los cercanos al cero.
4 Considerando el índice de Gini para 2012, el país con menos desigualdad es Noruega, con 25.8; mientras que el país más desigual, de un conjunto de 138 países con que se tienen datos, es República de las Seychelles, con un índice de 65.8. México ocupa el lugar 106, con un índice de 47.2, según datos del Banco Mundial.
5 Tras la segunda posguerra igualmente, Alemania se dividió en la República Federal y la República Democrática; la primera capitalista, la segunda socialista. La Alemania capitalista, tras perder la Segunda Guerra Mundial, estaba compitiendo en las ramas tecnológicas de avanzada para los años setenta del siglo anterior, y para los años ochenta conformaba, junto al otro perdedor de la segunda guerra, Japón, la “tríada” que rivalizaba a Estados Unidos el poderío económico. La Alemania socialista, pese a mantener la herencia cultural, las bases educativas y el conocimiento científico, se mantuvo rezagada por las rigideces del burocratismo socialista.
6 “El Estado ya no se percibe realmente como un protector o un organizador, sino como un parásito, un freno, un peso muerto” (Albert, 1992: 230).
7 Lo anterior puede extenderse, específicamente para el caso de México, a los grupos que prolongan un modelo extractivo y se asientan en ramas maduras de la producción, apoyadas en su control monopólico del mercado, sin la necesidad de arriesgar en investigación y desarrollo tecnológico (Hernández López, 2013). Esto guarda correspondencia con la forma en la que el sistema político ejerce el poder y la modalidad de organización del gran capital, centrada en la figura de grupo, generalmente diversificado y con fuerte control familiar sobre la propiedad (Hernández López, 2012).